lunes, 17 de agosto de 2009

EN UN LUGAR DE MI VIDA


Recuerdo como si fuera hoy mismo el olor que entraba por mi ventana, al amanecer, en pleno verano, y sentía que penetraba mis sentidos sin poder evitarlo.

Siempre me despertaba temprano por el canto de los pájaros que revoloteaban alrededor del antiguo cementerio, lleno de árboles que se erguían solemnes y respetuosos, aunque ya nadie visitara allí a sus muertos. En esos árboles vivían miles de gorriones, que excitados por los pequeños retazos de luz, y provocados por el amanecer, cortejaban a sus hembras y conseguían siempre disfrutar del placer del apareamiento. Los mirlos, en cambio, más discretos y distanciados, esperaban su encuentro, ruidosos con sus trinos, se hablaban en la distancia, y dialogaban educadamente, como ya quisieran los políticos hacerlo en sus plenos.

Yo era casi niña, y casi mujer, me fascinaba ese mundo de los animales, de la vida, en medio de un paisaje de muerte. Vivía justo en las casitas que se levantaban al borde del antiguo cementerio. Eran pequeñas, con las paredes destrozadas por los inviernos, tan gélidos y nevados que apenas jugábamos en la calle.
Los tejados eran oscuros y empinados, para que la lluvia y la nieve resbalaran por ellos. El color blanco de sus fachadas había pasado a un beige negruzco que daba aspecto de suciedad. Las ventanas eran de madera y sus cuartillos, que chirriaban cuando los abríamos nos anunciaban un nuevo día.

Mi familia era una de las más antiguas de todas, llegaron allí cuando la zona estaba en su mejor apogeo, porque muchos comerciantes vendían sus productos, incluso venían de los pueblos de al lado para aprovechar sus ofertas. Pero además, estaban cerca las minas de carbón, que daban trabajo y comida a muchos aldeanos, y entre ellos a mi abuelo.

Cómo me gustaba escuchar las historias de mi abuela Paula, contándome cómo su marido, mi abuelo Jaime, todas las mañanas salía hacia las minas, con su buzo azul marino, el chaleco oscuro que le protegía del frío intenso mientras golpeaba la piedra buscando vetas del oscuro mineral. En una mano llevaba el almuerzo que ella le preparaba cada mañana, y en la otra la lámpara de carburo. Mi abuela sonreía con su cara arrugada, pero feliz, mientras recordaba a su amado, que tan pronto la dejó sola con sus tres hijos. Mientras me hablaba con cariño y ternura, sus ojos brillantes por las lágrimas miraban al horizonte por la ventana, hacia cementerio, y quedaba en silencio, se marchaba lejos a otra época, cuando yo no existía, y yo veía reflejada en su frente el dolor de la tragedia.

Después cuando ya se reponía y volvía de su viaje en el pasado, me mandaba seguirla, con un gesto de chiquilla, y en voz casi susurrante me decía: “¿quieres ver sus herramientas?”

Yo fascinada le seguía como si fuera la primera vez, y me encantaba subir al desván, entre trastos viejos de hace mil años, con el polvo bailando a su antojo entre los pequeños rayos de sol que se colaban. Mi abuela se acercaba al arcón grande, al de color de madera oscura, con dos grandes iniciales en relieve. La J y la P. Sus dedos encogidos y arrugados por los años, acariciaban las letras como si fuera un ritual sagrado, donde se guardaban los recuerdos más preciados, aunque no por ello, los más felices.

Abría el arcón y allí sacaba una por una, cada una de las herramientas de mi abuelo: las mazas, los punteros, el martillo, desgastado y con el mango podrido, la luz de carburo, oxidada y oscura, y por último, el casco, con su vela apagada, como ella.
Me hacía sentir el dolor y el amor, el ambiente se llenaba de recuerdos y con su andar lento, se acercaba de nuevo, a la ventana redonda y pequeña del desván, y miraba sin mirar, al antiguo cementerio.

En esto siempre se escuchaba la voz de mi madre gritando:

-“Mamá ¿ya estás con tus historias? Bajad las dos del desván ahora mismo.”

Mi abuela murió, y me dejó su historia, su canción triste de amor verdadero. Tuvimos que enterrarla en el cementerio nuevo, aquel que a nadie le gustaba porque quedaba muy lejos, al otro lado de la carretera. Mi madre lloraba y se lamentaba porque no podía enterrarla con su padre. “Unos aquí y la otra allí”- decía.

Mis tatarabuelos y todos sus antepasados habían vivido allí y habían sido enterrados en el gran cementerio. Sin embargo mi abuela estaba sola en el otro, como si después de la muerte hubiera algo más. Yo no creía que se sintiera sola porque ya no sentiría nada.

Crecí rápido, pronto dejé de jugar con mis amigas a robar fruta de los árboles del antiguo cementerio, tenía unos perales enormes, que hacían caer sus ramas casi hasta el suelo por el peso de sus frutos. Y nos gustaba trepar y robárselos. Aquello nos hacía sentirnos mayores, porque las madres no nos dejaban comer de allí, decían que nos podía infectar la muerte de los allí enterrados. En cambio, eran las peras más sabrosas que probé en toda mi vida.

Mi cuerpo estiró tanto que me convertí en una mujer delgada y muy rubia, con los ojos color miel, y la piel pálida y blanquecina. Era diferente a toda mi familia, mi madre era morena con los ojos oscuros y la tez aceitunada. Mi padre también, parecía de raza gitana, así como mi otra hermana, que tenía el pelo oscuro y rizado. Mi padre decía que era hija de la luna llena y de algún pálido muerto de aquel cementerio. Eso me asustó durante años, pero me acostumbré tanto a la muerte, tanto a jugar con los esqueletos que encontrábamos cerca de nuestra casa, desordenados entre las piedras de la muralla que tiraron con intención de vender aquel terreno, que me marché a la ciudad a estudiar medicina forense.


Pasaron muchos años antes de que volviera a aquel pequeño pueblo, abandonado del mundo y enterrado, como los muertos que custodiaba sin descanso en las mentes de todos sus habitantes.
Volví para ver a mi madre, que se encerraba en el desván y miraba desde allí el solar abandonado de la mano de Dios, en silencio y lleno de vegetación.

Desperté mi última noche allí, como de niña, con el ruido de los pájaros, pero la vida ya no me atraía, ni sus cantos ni sus trinos, ni siquiera recordar el sabor de sus perales, sólo la muerte me abatía, por fin, en aquel silencio, mi madre, mi padre y mi abuela, con quien yo me crié, descansan en otro lugar, lejano y frío, como el depósito donde trabajo. Llegan muertos y quietos, como el lugar donde crecí y descubrí que la vida sólo se desnuda frente a la muerte, que ésta la desafía constantemente, y entre mis manos se desvanece mientras recuerdo los silencios de mi abuela.


FIN



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