lunes, 17 de agosto de 2009

CANTO TRISTE DE TORMENTA



Sentí el viento en mi cara, mientras el barco avanzaba. Todo mi cuerpo se mecía al vaivén de las olas, que jugaban con nosotros como si fuéramos pequeños soldaditos de plomo, que un niño ha metido en su barco de papel.

La sensación de desequilibrio me hacía todavía más indefenso. El escuchar el mar, rompiendo fuerte contra nuestra embarcación, como si fuera una cáscara de nuez, y esa cascada de agua salada que mojaba mi cara y mis ropas, dejaban claro quién mandaba.

La fuerza del mar, y del viento juntas, sonando fuerte y agresivas, se juntaban con el agua y su fuerza, nos mantenían sumisos, poniendo al límite nuestras fuerzas, con los músculos apretados y aguantando la respiración, para no desfallecer.

Abrí la boca para gritar a mi compañero y el sabor salado del agua me quemó la garganta, como el fuego quema el madero en la chimenea. Pero mis ojos, también mis ojos recibían la lluvia salada y lloraban suplicando que los frotara, que los secara, que no podían hacer su simple labor de la visión.

Aunque poco tenía que ver, pero era fundamental conocer el camino, saber dónde estaba para no caer al mar, en un mal paso. Mis manos sujetaban las cuerdas de las velas, arrastradas por un vendaval loco de viento y marea, que no me dejaban el menor espacio a la distracción. Aunque tenía mis guantes, infatigables compañeros de faena, apenas notaba mis manos, puestas en tensión máxima, que ya me dolían tanto que temía soltar amarras.

El olor del pescado que se derramó bajo mis pies, me llegó tan fuerte e intenso que parecía asfixiarme. Sólo eran cuatro atunes que murieron en vano, antes de la tormenta. Respiraba fracaso que se me quedaba en la garganta, con ese amargo sabor del esfuerzo no recompensado.

Escuché una voz entre los ruidos tormentosos y atronadores. Era mi capitán, su voz se escuchaba lejos, muy lejos y, apenas entendí lo que quería decir. La situación se volvía cada vez más confusa, yo no veía, la noche estaba tan cerrada que parecía una cueva situada a gran profundidad, con inmensas nubes oscuras, como grandes gigantes, que no dejaban de derramarse con ganas sobre nosotros.

El frío ya hacía mella en mí. Penetraba despacio, por mis ropas de trabajo, preparadas para soportar la tormenta, pero notaba el frío en mis huesos como si fuese un esquimal en la tundra vestido con ropa de verano.

Parece que la noche, el viento y el mar, hicieran un trato aquel día para terminar con nosotros, pobres marineros, que luchamos contra lo imposible para ganar un pedazo de ganancia. Cada día, haga frío o calor, tormenta o calma, arranco al mar lo que él me deja para que mi familia viva, o malviva mejor, y tal vez un día, no me reciban sus brazos.

Siento profunda tristeza, desolación y temor, no sé dónde situarlos, porque hoy, en este fatídico día, temo perder mi vida. Ese terror de no volver a verlos, de saber que les dejo sin comida, sumisos, como yo, ante este mar enemigo. Es como una pesadilla, que no acaba y mi cabeza se centra en la sonrisa de mi hijo, y en la mirada de ella.

Ya no puedo más, me venció el mar, pudo más que yo, es tan fuerte y yo tan débil, me siento pequeño y sin fuerzas como un cachorro abandonado a su suerte. Ya no veré el amanecer, ni sus rayos me calentarán el rostro, ni el corazón. Ya no veré sus sonrisas y sus brazos quedarán siempre vacíos.


Aquella mañana la embarcación del patrón Manolo apareció lejos de su orilla, perdida en otras playas, donde nadie sabe nada de la vida de aquellos marineros, de su historia y su dolor para vivir cada día.

En otra playa hay un niño que mira enfadado y con rabia el lejano mar, porque le ha robado lo que él más quería. No muy lejos, se escucha el llanto de una mujer en una de las casitas, cercanas a la mar, lejanas de la vida.

La triste realidad que nos acompaña, donde la vida es un soplo que pasa, y con su caricia nos deja amargura y dolor. Es grandiosa por su fragilidad, pero, algunas veces, deja rastro de felicidad.



FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario